LA MÁQUINA DE LOS SESENTAS
PACO: (Con desprecio.) ¡Las chicas jóvenes...! ¡Pero qué pueden
interesarme las chicas jóvenes, Giuliana! ¡Son tan parecidas, que
si uno no les hace una marquita, no las distingue!
Si la “epistemología de la pose” (Molloy, 134) define en parte un
proceso ligado a la constitución de una dialéctica entre máscaras e
identidades culturales cuyo momento de plenitud se registra desde fines
del siglo pasado y modela en parte la experiencia del modernismo y de
la modernidad latinoamericanos, Dragún pareciera subrayar un hecho
que, si no diferente, al menos se presenta como la instancia de un proceso
que se ha colectivizado. El fetiche cultural o bien el estereotipo parecen
ser ahora máquinas ligadas a la producción de identificaciones, más que
de identidades. En los sesentas los individuos parecen ofrecerse a una
euforia donde su destino ya no es la diferenciación individualista, sino,
por el contrario, la conformación metonímica de un espacio de
sustitución generalizada. La “marquita” con la que el Paco de Amoretta
(1964) quisiera aprehender a la mujer, a una mujer, supone un sistema
de apropiaciones y de propiedad que comienza a sufrir los embates de
una internacionalización promovida no sólo por la progresiva des-
nacionalización de los capitales, sino también por la globalización
cultural inherente a los medios masivos de comunicación.
Nadie puede ya desconocer que si a nivel económico el capitalismo
cubre todas las instancias de una sociedad, el estereotipo —en tanto
diseño de máscara cultural— configura un modelo de negociaciones cuyo
horizonte más inmediato está ligado a los terrores de la pre- y post-
guerra; reconocemos el funcionamiento del estereotipo y su eficacia
política durante la persecución nazi (imagen del ario y su correspondiente
negativo, el judío), con su eliminación progresiva de las diferencias y
disidencias y su constitución del otro como un campo enemigo
amenazante de la pureza racial; también funcionó promoviendo el terror
en otros países, anatematizando al marxista o al subversivo frente a la
amenaza comunista. La “guerra fría,” a su vez, irá abriendo camino a un
fantasma de polarización ideológica y cultural, sin dejar espacios
alternativos y tensionándose progresivamente frente a la conflagración
nuclear. El estereotipo constituye un enmascaramiento que no sólo
supone un sistema de uniformización y control social; también implica
por parte de quienes lo reproducen y lo acatan, una posibilidad de
escamoteo ante el poder del Estado y su sistemática persecución de
aquello que pudiera amenazarlo. La promoción y constitución fascista de
Gustavo Geirola
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una monología cultural tiene como correlato, a niveles de superficie, una
festiva carnavalización de supuestos efectos de disolución cultural: los
hippies, la liberación sexual, el rock, en fin, la rebeldía juvenil.
Si las décadas del 40 y 50 pueden, para el ámbito latinoamericano, ser
leídas en las letras de los tangos y boleros, ligados a la experiencia de la
radio, la experiencia de los sesentas, en cambio, hay que buscarla en la
letra del rock y la televisión. En 1950 comienza a funcionar en Brasil la
televisión desde San Pablo con TV Difusión, y en 1951 TV Tupi desde
Río de Janeiro, realizándose en 1972 la primera transmisión en color; en
Argentina desde 1951, con tres nuevos canales desde 1960 y alcanzando
una cifra de 31 canales para su red nacional en 1973, siendo la primera
transmisión en color con motivo del Mundial de Fútbol en 1978; Chile
ya tiene cubierta su red nacional desde 1962. Con capitales nacionales
ligados a la CBS norteamericana, se inaugura en 1959 el Canal 5 de Lima
y en 1964 el Canal 8 de Caracas y así sucesivamente con el resto de los
países latinoamericanos (M. y A. Mattelart, Romano, Muraro). Esto es
importante, no porque los medios sean todopoderosos, ya que “éstos no
pueden —dice Muraro (“La manija I,” 48)— lograr por sí mismos
cambios de conciencia en el público lo suficientemente intensos y
orgánicos como para desencadenar procesos políticos radicales”; es
importante porque, si tomamos el caso argentino, de los 800.000 aparatos
estimados para 1960 a los 4.080.000 que se calcula para 1973 (Muraro,
“La manija II,” 54), las cifras muestran por sí mismas la competitividad
de eficacia que pueden tener frente a “los intelectuales confinados a
escribir para públicos cuantitativamente insignificantes” (Muraro, “La
manija I,” 48). Comparadas las cifras de la televisión en Argentina frente
a los tirajes de Rayuela (1963) de Julio Cortázar o de Cien años de
soledad (1967) de Gabriel García Márquez para las mismas fechas y para
el Cono Sur, se observa inmediatamente el impacto de estas tecnologías
ya no en la promoción de cambios de conciencia sino en la
reestructuración de los sistemas perceptivos en su globalidad (Sarlo, 57-
105).
A estas transformaciones se suman, lógicamente, la sustitución de
productos culturales. Mientras los tangos y boleros parecieran cerrar o
culminar un ciclo que viene desde principios de siglo en Latinoamérica;
el rock, por su parte, abre una nueva etapa cultural. En tanto el tango y
el bolero se definen por una poética de la intimidad y de la ausencia, y su
baile configura un diálogo de dos cuerpos que, abrazados, se friccionan
lentamente en espacios que evocan una luminosidad leve y acogedora, el
rock, por su parte, convoca un espacio colectivo, uniformizado, una
superficie de cuerpos que, como liberados de las garras del abrazo,
parecen querer explotar bajo luces brillantes y provocativas, una
dimensión para extrovertir la energía que fluye hacia los éxtasis masivos.
Asistimos a lo que Jorge Monteleone designa como “cuerpo constelado”
que, a partir del ritmo, “funda la tribalidad rocker” (402).
Teatralidad y experiencia política en América Latina 13
Por su parte, y en lo particular de la expresión teatral, cabría incluso
extender esas polarizaciones, al punto de considerar los espacios cerrados
de los dramas realistas e incluso de los despojados —e igualmente
clausurados— ambientes absurdistas, para enfrentarlo con el relato
abierto de proyecciones épicas, que se halla en la dramaturgia
influenciada por Brecht o en la exasperada búsqueda de espacios para
experimentar los sentidos que propone la estructura peripatética del
happening.
La “marquita” de la que habla Osvaldo Dragún se nos presenta
entonces como una utopía de diferenciación frente a la intensiva
uniformización producida por los medios de comunicación masivos,
frente a los que el teatro tiene que redefinir su estatus de experiencia para
obtener su derecho a sobrevivir.
Para América Latina, encender un televisor es, en cierto modo, un
gesto implicado en la semiosis de sus sesentas. Si en la pantalla asistimos
al desarrollo de una escena en la que vemos mujeres con un maquillaje
pronunciado alrededor de los ojos y con altos peinados como una especie
de colmenas o panes superpuestos, con unos vestidos que
desprendiéndose del cuello se deslizan sin imaginación hasta veinte
centímetros antes de alcanzar las rodillas; si vemos varones con camisa
de cuellos exagerados y anchas corbatas, con pantalones extremadamente
ajustados desde la cintura hasta las rodillas, a partir de las cuales se
ensanchan desmesuradamente; si el set es una especie de living con un
bar y luces intermitentes; si los jóvenes se mueven como sufriendo un
shock eléctrico, como indiferentes unas a otros, es que están en una fiesta
(party o “asalto”) de una película mexicana o argentina de los sesenta.
Imposible saber la procedencia nacional de la escena, hasta que se
escuche hablar. El dialecto identifica. Todo lo demás se ha
“internacionalizado”: ¿triunfo del marxismo y del partido comunista, o
simplemente basura capitalista que, anulando las diferencias, se impone
como “marca de fábrica?” Sea como fuere, hay algo de los sesentas que
se mueve en la dimensión de la máquina: hay una máquina de los
sesentas, o como prefiere expresarlo Fredric Jameson en términos
marxistas, se trata de una “mechanization of the superstructure”
(“Periodizing,” 207).
El cine norteamericano, del cual proceden muchas de esas imágenes
internacionalizadas de nuestra pantalla latinoamericana, incorporará,
además, otras figuras menos acartonadas: el hippie sucio, fumador de
marihuana, sin familia ni lazos que lo arraiguen, deambulando por
carreteras interminables, buscando la otredad; esa otredad que en la
escena cultural aparecía como otredad genérica (las mujeres), como
otredad racial (los negros, los indígenas), como otredad étnica (los
chicanos), como otredad partidista y como otredad sexual (disidentes
sexuales). Las otredades de la escena cultural con toda la complejidad de